Wednesday, February 13, 2008

"LA LEYENDA DE LLACOLEN"


En un valle de lo que es ahora Concepción vivía un arrogante toqui (jefe de la tribu) llamado Galvarino.

Este toqui tenía una hija, bella entre las bellas y tan arrogante como su padre.

El nombre de Llacolén corría de boca en boca entre los belicosos mapuches.

El toqui comprendió que ya era hora de casarla. Galvarino inició las conversaciones del caso con el padre de Millantú, joven guerrero, quien la amaba desde hace largo tiempo.

Pero Llacolén había heredado la soberbia de su padre.


No le hacía feliz seguir las leyes impuestas por su raza. Para acallas el fuego de su ira, solía ir a bañarse diariamente a cierta laguna escondida en la espesura del bosque.

Por aquellos días la lucha entre mapuches y españoles eran sangrientas.

Estos últimos, provistos de caballos y mosquetes, llevaban la mejor parte.

Sucedió que un capitán español, yendo a reunirse con su tropa, vio a Llacolén junto a la laguna, y su belleza lo deslumbró.

La india lo contempló a su vez y lo encontró mas gallardo, hermoso y arrogante que su prometido Millantú.

Fascinados, se enamoraron, y en los escasos intervaleos de tregua, mientras los mapuches reponían de sus derrotas, siguieron viéndose junto a la laguna.

Rota de pronto la tregua, hubieron de separarse.

En un feroz encuentro, los mapuches fueron nuevamente derrotados y Galvarino cayó prisionero.

Para escarmiento de los indios, el gobernador ordenó que le cortaran las manos, dejándolo luego en libertad. Reunido con los suyos, preparó un nuevo ataque al mando de Caupolicán.

Fueron nuevamente vencidos y ambos toquis fueron cruelmente ejecutados. Llacolén veía llorar de ira a las mujeres, pero ella no lloraba, porque su amor por el capitan español era más poderoso que el odio hacia los invasores.

En su anhelo por verlo corrió sigilosa a la laguna.

Allí, en el silencio de la noche, escuchó el galopar de un caballo

¡Era su amado que volvía para llevarla con él!

Pero Millantú, buscándola desesperadamente, se internó en el bosque.

Al verla en los brazos del enemigo, corrió hacia el dando gritos de furia.

Se trabaron en violenta lid. Lanza y espada chocaron una y otra vez, hasta caer ambos sin vida sobre la hierba.-¡Traidora!- alcanzó a gritar Millantú antes de morir.

Fuera de sí, Llacolén se arrojó a la laguna que hoy lleva su nombre, mientras la luna reflejaba su inmutable cara en las aguas mansas.

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