Como todas las alturas de los Andes centrales, el volcán (que por entonces aún carecía de nombre) estaba habitado, desde tiempos inmemoriales por un poderoso Pilláñ, el espíritu de un valiente lonko (cacique) de nombre Lanín, muerto en batalla contra los invasores del Arauco, cuya alma se había transformado en una agresivo, aunque justo, espíritu defensor de la naturaleza.
Pero un día, acuciados por la necesidad de carne para alimentar a su gente y pieles para abrigarse, llegó a sus vertientes una partida de guerreros de la tribu huiliche de Huanquimil, que venían desde muy lejos en procura de huemules, los cuales constituían su principal fuente de alimentos, vestimenta y toldos para sus rukas (casas).
Forasteros en la región, y sin sospechar el peligro que significaba ascender las laderas del volcán, llegaron hasta muy alto, en procura de los evasivos animales, pero entonces el Pilláñ, furioso por la invasión a sus territorios desencadenó una gigantesca erupción, como nunca se había visto en la región.
Repentinamente, el volcán sacudió su letargo de siglos y comenzó a arrojar ardientes cataratas de lava, que rodaban por sus laderas, calcinando todo lo que encontraban a su paso, en medio de dantescas llamaradas y piedras candentes, acompañadas del sordo fragor que provocaban las grietas que se abrían para tragarse a los cazadores, haciendo honor al nombre de Lanín, el cacique encarnado en Pilláñ.
Los hombres de la tribu se reunieron para consultar a la machi, la sacerdotisa y curandera mapuche, sin cuya opinión no podía tomarse ninguna decisión importante. Y la decisión de la machi fue tan terminante y dramática como lo era la furia del Pilláñ; para calmar su ira era preciso sacrificar una virgen que fuera muy apreciada y entrañablemente querida por toda la tribu, y sólo había una candidata: Huillêfün, la hija menor del cacique, que debía ser arrojada viva al insondable lago de lava hirviente que bostezaba en la parte inferior del cráter del volcán.
Aunque destrozado por la pena, el cacique no pudo hacer otra cosa que aceptar la terrible sentencia; el portador del cuerpo de la princesa, también designado por los dioses, debería ser el guerrero más joven que hubiera recibido sus armas rituales: el valiente Talka, quien se sintió profundamente afectado por la elección, ya que amaba secretamente a Huillêfün, y había acariciado muchas veces la idea de solicitarla en matrimonio.
Luego de recibir las instrucciones del consejo de Machis, Talka tomó el cuerpo de la muchacha entre sus brazos y ascendió con ella hasta el lugar de la montaña donde los vientos desencadenados por el Pilláñ soplaban con mayor violencia, sin que la boca de la virgen dejara escapar una sola palabra de queja. Con el corazón destrozado, pero sin poder evadir su destino, el joven dejó en el suelo el cuerpo de la princesa y comenzó a desandar el camino hacia el valle, a reunirse con su gente, dejando a Huillêfün abandonada a su suerte.
Sin embargo, antes de emprender el regreso quiso contemplar una vez más el rostro de su amada y, al volverse, pudo ver el majestuoso vuelo de un imponente cóndor que se acercaba, y cuyos ojos refulgían con llamaradas de fuego, tan ardientes y rojas como las que desataba la furia del Pilláñ.
Pero un día, acuciados por la necesidad de carne para alimentar a su gente y pieles para abrigarse, llegó a sus vertientes una partida de guerreros de la tribu huiliche de Huanquimil, que venían desde muy lejos en procura de huemules, los cuales constituían su principal fuente de alimentos, vestimenta y toldos para sus rukas (casas).
Forasteros en la región, y sin sospechar el peligro que significaba ascender las laderas del volcán, llegaron hasta muy alto, en procura de los evasivos animales, pero entonces el Pilláñ, furioso por la invasión a sus territorios desencadenó una gigantesca erupción, como nunca se había visto en la región.
Repentinamente, el volcán sacudió su letargo de siglos y comenzó a arrojar ardientes cataratas de lava, que rodaban por sus laderas, calcinando todo lo que encontraban a su paso, en medio de dantescas llamaradas y piedras candentes, acompañadas del sordo fragor que provocaban las grietas que se abrían para tragarse a los cazadores, haciendo honor al nombre de Lanín, el cacique encarnado en Pilláñ.
Los hombres de la tribu se reunieron para consultar a la machi, la sacerdotisa y curandera mapuche, sin cuya opinión no podía tomarse ninguna decisión importante. Y la decisión de la machi fue tan terminante y dramática como lo era la furia del Pilláñ; para calmar su ira era preciso sacrificar una virgen que fuera muy apreciada y entrañablemente querida por toda la tribu, y sólo había una candidata: Huillêfün, la hija menor del cacique, que debía ser arrojada viva al insondable lago de lava hirviente que bostezaba en la parte inferior del cráter del volcán.
Aunque destrozado por la pena, el cacique no pudo hacer otra cosa que aceptar la terrible sentencia; el portador del cuerpo de la princesa, también designado por los dioses, debería ser el guerrero más joven que hubiera recibido sus armas rituales: el valiente Talka, quien se sintió profundamente afectado por la elección, ya que amaba secretamente a Huillêfün, y había acariciado muchas veces la idea de solicitarla en matrimonio.
Luego de recibir las instrucciones del consejo de Machis, Talka tomó el cuerpo de la muchacha entre sus brazos y ascendió con ella hasta el lugar de la montaña donde los vientos desencadenados por el Pilláñ soplaban con mayor violencia, sin que la boca de la virgen dejara escapar una sola palabra de queja. Con el corazón destrozado, pero sin poder evadir su destino, el joven dejó en el suelo el cuerpo de la princesa y comenzó a desandar el camino hacia el valle, a reunirse con su gente, dejando a Huillêfün abandonada a su suerte.
Sin embargo, antes de emprender el regreso quiso contemplar una vez más el rostro de su amada y, al volverse, pudo ver el majestuoso vuelo de un imponente cóndor que se acercaba, y cuyos ojos refulgían con llamaradas de fuego, tan ardientes y rojas como las que desataba la furia del Pilláñ.
Sin detenerse en su vuelo, ni posarse sobre las rocas, el enorme cóndor tomó a la joven entre sus garras y, a pesar del desesperado grito de Talka, se elevó con ella y la arrojó a la ígnea masa que esperaba en el fondo del cráter.
Inmediatamente, densas nubes de humo y vapor oscurecieron el cielo y, a pesar de que el verano aún no había llegado a su fin, una espesa nevada cubrió el cráter y el valle con un manto blanco, del mismo color que la ropa que había cubierto el cuerpo virgen de Huillêfün.
El sacrificio de la joven y la resignada desesperación de Talka parecieron apaciguar para siempre las iras del Pilláñ que, desde entonces, reina sobre un paisaje calmo, sumergido y dominado por la blancura del manto de Huillêfün y que, a partir de ese momento, recibió el adecuado nombre de Lanín que significa hundimiento o grieta.
Inmediatamente, densas nubes de humo y vapor oscurecieron el cielo y, a pesar de que el verano aún no había llegado a su fin, una espesa nevada cubrió el cráter y el valle con un manto blanco, del mismo color que la ropa que había cubierto el cuerpo virgen de Huillêfün.
El sacrificio de la joven y la resignada desesperación de Talka parecieron apaciguar para siempre las iras del Pilláñ que, desde entonces, reina sobre un paisaje calmo, sumergido y dominado por la blancura del manto de Huillêfün y que, a partir de ese momento, recibió el adecuado nombre de Lanín que significa hundimiento o grieta.
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