Se dice que en Castro las almas de los muertos deben esperar a orillas del lago llamado Cucao, la balsa de un barquero fantasma, encargado de balsearlas hasta la orilla opuesta; hacia el lado de la montaña, en la costa del Pacífico.
Mientras esperan, las almas de los muertos se trepan a la copa de un gran árbol que crece en el bosque cercano. Y desde allí llaman al balseador, y sus voces semejan el lúgubre sonido del viento.
Pues bien, sucedió que hace un tiempo vivía por allí un chilote totalmente incrédulo. Según él, tal vez hubieran almas en pena, que las hay en toda partes, pero aquello de que un barquero viniera a llevárselas ¡eso, imposible!
Y así tuvo la idea de dar al traste con la historia.
Se envolvió en una mortaja y, desde lo alto de un árbol de aquel bosque, comenzó a llamar al barquero.
Cuál no fue su asombro al ver que éste se apareció al instante, como siempre que se requerían sus servicios. De inmediato se dio cuenta de que el amortajado era un hombre vivo que había querido burlarlo y, alejándose de allí, hizo un gesto con sus manos; de sus dedos salió una chisguetada de algo muy hediondo que cubrió al bromista.
Bajó del árbol para lavarse en el lago, pero el mal olor persistía.
Era tan fuerte que aquellos con quienes se topó al volver a su casa se tapaban la nariz. Y al tercer día murió de un "derrepente".
Su alma, desalojada de su incrédulo cuerpo, hubo de reunirse con las otras; pero el barquero no le permitió subir a la balsa.
Y allí ha quedado para siempre, gimiendo y rogando en vano al barquero, tan contumaz como el hedor que le lanzara en castigo por burlarse de la muerte.
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