La fama de Santo Domingo se incrementa notablemente a partir del siglo XV, a raíz de un milagro que rápidamente se difunde por toda Europa, en el que el Santo salva de la muerte a un joven peregrino injustamente condenado a la horca. La leyenda, en una de sus múltiples versiones, cuenta lo siguiente: Peregrinaba hacia Santiago un matrimonio alemán en compañía de su hijo, Hugonell, joven y guapo. La moza del mesón donde se hospedaron, a su paso por Santo Domingo, vengose del joven que resistía sus insinuaciones, ocultando en su morral una copa de plata, acusándole luego, ante su patrón, de haberla robado. Ella misma denuncia el hecho ante los alguaciles, que dan alcance al mozo y después de comprobar la denuncia, lo entregan a las autoridades. El joven es condenado y ahorcado. Al cabo de un mes, cuando sus padres regresan de Santiago y se acercan al patíbulo para rezar por su hijo, se encuentran con que éste está vivo, suspendido de la cuerda, y les suplica que acudan al juez de la ciudad para que lo suelten y lo dejen en libertad. El juez se encuentra sentado a la mesa a punto de trinchar una gallina; al oírles, suelta una estrepitosa carcajada y añade: ¡Tan cierto es el cuento que me acabáis de narrar como que esta gallina está viva! La gallina se incorporó sobre sus patas y saltó fuera del plato. El juez ordenó inmediatamente que se descolgara al joven y se castigara a la moza. Frente al mausoleo del Santo, choca profundamente al visitante encontrarse en el interior de un templo con un artístico gallinero, con un gallo y una gallina en su interior, que periódicamente se renuevan, con la intención de perpetuar el milagro del que arranca el dicho popular: “Santo Domingo de la Calzada, donde cantó la gallina después de asada”
De los distintos testimonios de los peregrinos, recogidos a partir del siglo XV, parece que éstos, con la ayuda de sus bordones, ofrecían comida a las aves cautivas en la catedral. Si éstas aceptaban, era señal de que la peregrinación llegaría a buen fin. Muchos, incluso, pujaban para conseguir una o dos plumas de aquellas aves milagrosas para lucir en sus sombreros.
De los distintos testimonios de los peregrinos, recogidos a partir del siglo XV, parece que éstos, con la ayuda de sus bordones, ofrecían comida a las aves cautivas en la catedral. Si éstas aceptaban, era señal de que la peregrinación llegaría a buen fin. Muchos, incluso, pujaban para conseguir una o dos plumas de aquellas aves milagrosas para lucir en sus sombreros.
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