Por Ernesto Aníbal Portilla Ilustración: Adriana Cristina Portilla
La Cueva de las Manos es uno de los lugares más paradigmáticos de la Patagonia.
Se encuentra en la Provincia de Santa Cruz, cerca del Río Pinturas, en la Patagonia Argentina. En las paredes de una cueva se estampan misteriosas y antiquísimas figuras de manos de diversos colores. El aura poética y mítica de este sitio, inspiró esta Leyenda de la Cueva de las Manos, creada por Ernesto Aníbal Portilla, que presentamos aquí, en este momento de Mitos y leyendas patagónicos de Temakel. Hace 43 años que Portilla reside en la Patagonia; actualmente (desde hace unos 20 años), vive en Comodoro Rivadavia. Ha recorrido las vastedades patagónicas trabajando en comisiones de exploración sísmica (YPF) desde Río Grande, en Tierra del Fuego, hasta Comodoro Rivadavia, en la Provincia de Chubut. Ha editado dos libros; uno con cuentos cortos y otro con poesías con ilustraciones de su hija, Adriana Cristina Portilla, autora de la imagen de la Cueva de las Manos que fulgura arriba.
LA LEYENDA DE LA CUEVA DE LAS MANOS Era verano, la niña adolescente escuchaba el rumor de las cristalinas aguas del río que unos momentos antes habían acariciado su hermoso cuerpo, haciéndolo estremecer con el frío que traía desde las cumbres nevadas. Ahora el sol besaba su cuerpo desnudo haciendo resaltar aún más la belleza de su piel morena devolviéndole el calor llevado por el río en el agreste paisaje patagónico. Luego de haber secado sus largos cabellos, negros como la noche, se vistió y se colocó la vincha con la pluma que por su rango de princesa tehuelche le correspondía. Un poco más allá, río abajo, una débil columna de humo indicaba el lugar donde se encontraba acampando su tribu de costumbres nómades. Después de adornar su cabello con algunas flores silvestres comenzó a subir sin prisa por la ladera del barranco que encajonaba al río, mientras pellizcaba algunos frutos de calafate que encontraba a su paso, siguió por el sendero que llegaba hasta una saliente rocosa que coronaba la meseta. El lugar a donde la llevaron sus pasos tenía la forma de un extenso alero natural de piedra con pequeñas cuevas en su base. Desde allí, se podía contemplar un majestuoso paisaje con el río pasando lentamente allá abajo, bordeado por la típica vegetación desértica de calafates y molles poco desarrollados y algunas hierbas aromáticas como el tomillo. Su pecho estaba agitado por el esfuerzo de haber subido hasta allí; a ello se sumaba su ansiedad por el momento en que se encontraría por primera vez con un joven indio de una tribu vecina, con el que habían acordado una cita durante la última fiesta religiosa que compartieron en señal de amistad y paz. El joven cazador llegó a los pocos instantes. Quedó embelesado contemplando a la princesa, que estaba más bella que nunca. Luego, se tomaron de las manos mientras el aire cálido del verano transportaba el canto de las aves y el rumor del río. Todo era belleza y amor en la hermosa tarde, nada hacía sospechar que una gran roca rodaría desde lo alto, alcanzando a la muchacha que quedó desvanecida al resultar herida por el golpe recibido tan imprevistamente. El joven se apresuró a socorrerla, pero vio cómo otras piedras amenazaban caer sobre ellos; entonces, corrió para sostenerlas evitando que pudieran sepultar a la princesa mientras pedía auxilio a la toldería. Sostuvo las rocas con tanta fuerza que la sangre brotó de sus manos quedando impresas en las piedras de manera indeleble. De inmediato, acudieron en su ayuda todos los miembros de la tribu, que en esos momentos se encontraban haciendo unos preparados para teñir las prendas que confeccionaban. Al llegar, el cacique ordenó que todos ayuden a sostener la montaña mientras él socorría a su hija que continuaba desmayada. Se acercó el joven cazador y se atrevió a besarla. Ella despertó confusa, pero sonriente en el momento que todo pareció volver a la calma. Luego, todos retiraron sus manos de las rocas, pero sus huellas quedaron impresas con los diferentes colores que habían estado preparando.
En agradecimiento a la casi milagrosa salvación de su hija, el cacique eligió ese lugar para las rogativas religiosas que se celebraban todos los años, incluyendo en las ceremonias la impresión de nuevas huellas de manos para sostener las rocas durante las miles de lunas por venir. (*) mayo de 1994 (*) Fuente: Ernesto Aníbal Portilla: Autor ; Adriana Cristina Portilla: Ilustración; Derechos de autor Ley 11723; Registro de derecho Nº 731566; (Del libro "Era verano").
LA LEYENDA DE LA CUEVA DE LAS MANOS Era verano, la niña adolescente escuchaba el rumor de las cristalinas aguas del río que unos momentos antes habían acariciado su hermoso cuerpo, haciéndolo estremecer con el frío que traía desde las cumbres nevadas. Ahora el sol besaba su cuerpo desnudo haciendo resaltar aún más la belleza de su piel morena devolviéndole el calor llevado por el río en el agreste paisaje patagónico. Luego de haber secado sus largos cabellos, negros como la noche, se vistió y se colocó la vincha con la pluma que por su rango de princesa tehuelche le correspondía. Un poco más allá, río abajo, una débil columna de humo indicaba el lugar donde se encontraba acampando su tribu de costumbres nómades. Después de adornar su cabello con algunas flores silvestres comenzó a subir sin prisa por la ladera del barranco que encajonaba al río, mientras pellizcaba algunos frutos de calafate que encontraba a su paso, siguió por el sendero que llegaba hasta una saliente rocosa que coronaba la meseta. El lugar a donde la llevaron sus pasos tenía la forma de un extenso alero natural de piedra con pequeñas cuevas en su base. Desde allí, se podía contemplar un majestuoso paisaje con el río pasando lentamente allá abajo, bordeado por la típica vegetación desértica de calafates y molles poco desarrollados y algunas hierbas aromáticas como el tomillo. Su pecho estaba agitado por el esfuerzo de haber subido hasta allí; a ello se sumaba su ansiedad por el momento en que se encontraría por primera vez con un joven indio de una tribu vecina, con el que habían acordado una cita durante la última fiesta religiosa que compartieron en señal de amistad y paz. El joven cazador llegó a los pocos instantes. Quedó embelesado contemplando a la princesa, que estaba más bella que nunca. Luego, se tomaron de las manos mientras el aire cálido del verano transportaba el canto de las aves y el rumor del río. Todo era belleza y amor en la hermosa tarde, nada hacía sospechar que una gran roca rodaría desde lo alto, alcanzando a la muchacha que quedó desvanecida al resultar herida por el golpe recibido tan imprevistamente. El joven se apresuró a socorrerla, pero vio cómo otras piedras amenazaban caer sobre ellos; entonces, corrió para sostenerlas evitando que pudieran sepultar a la princesa mientras pedía auxilio a la toldería. Sostuvo las rocas con tanta fuerza que la sangre brotó de sus manos quedando impresas en las piedras de manera indeleble. De inmediato, acudieron en su ayuda todos los miembros de la tribu, que en esos momentos se encontraban haciendo unos preparados para teñir las prendas que confeccionaban. Al llegar, el cacique ordenó que todos ayuden a sostener la montaña mientras él socorría a su hija que continuaba desmayada. Se acercó el joven cazador y se atrevió a besarla. Ella despertó confusa, pero sonriente en el momento que todo pareció volver a la calma. Luego, todos retiraron sus manos de las rocas, pero sus huellas quedaron impresas con los diferentes colores que habían estado preparando.
En agradecimiento a la casi milagrosa salvación de su hija, el cacique eligió ese lugar para las rogativas religiosas que se celebraban todos los años, incluyendo en las ceremonias la impresión de nuevas huellas de manos para sostener las rocas durante las miles de lunas por venir. (*) mayo de 1994 (*) Fuente: Ernesto Aníbal Portilla: Autor ; Adriana Cristina Portilla: Ilustración; Derechos de autor Ley 11723; Registro de derecho Nº 731566; (Del libro "Era verano").
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