Friday, March 28, 2008

LA CALLE DE CHAVARRIA



(2ª DEL MAESTRO JUSTO SIERRA)
Noche lúgubre, según las crónicas de nuestras antiguallas, fue la del 11 de diciembre de 1676 para los buenos habitantes de la Muy Noble y Leal ciudad de México, pues a las siete, estándose celebrando el aniversario de la aparición de la virgen de Guadalupe en la iglesia de San Agustín, se incendió ésta, comenzando por la plomada del Reloj.
¡Considérese la consternación y espanto de aquellas benditas y devotas gentes al ver que el fuego devoraba un templo tan antiguo y tan suntuoso! ¡Considérese la imposibilidad de contener tan voraz elemento en aquellos remotos tiempos, en que las bombas eran desconocida, en que las llaves de agua sólo servían para satisfacer la sed, y en los que para sofocar el fuego se acudía al derrumbe y a la presencia de la imágenes, y de las comunidades que llevaban cartas fingidas de los santos fundadores, en las que éstos simulaban desde el Cielo mandar que cesara el incendio!
¡Qué noche! La gente salía en tropel de la iglesia y empujada por el terror, sofocada por el humo, iluminada por las llama! Los frailes agustinos por su parte abandonaban el convento temerosos de que el fuego devorase las celda. En pocos instantes la calle estaba completamente llena de una multitud abigarrada, que con los ojos abiertos y casi salidos de sus órbitas por el terror, veía impotente que el fuego lamía, se enroscaba y devoraba impetuoso al templo. La multitud, repito, era heterogénea. Los curiosos, los devotos que habían quedado, los agustinos, las órdenes de otros conventos, que habían acudido con sus Santos Estandartes y cartas de sus patronos, los regidores de la ciudad, los oidores, y el Virrey Arzobispo Don Fr. Payo Enríquez de Rivera, que personalmente tomaba parte activa dictando cuantas medidas juzgaba conducentes, para que el fuego no se comunicara al convento y cuadras circunvecinas, como lo consiguió. Pero cuando era mayor la confusión, en el incendio, cuando la gente apiñada frente a la ancha puerta de la iglesia, veía salir de ésta lenguas colosales de fuego, gigantescas columnas de humo, infinidad de chispas que arrebataba el viento, cuando el calor sofocante, exhalado como el aliento de un monstruo, brotaba de aquella puerta y se comunicaba hasta la acera de enfrente, haciendo reventar los cristales de las vidrieras de las casa, la multitud presenció una escena que a todos hizo por lo pronto enmudecer de espanto...
Un hombre como de cincuenta y ocho años de edad; pero fuerte y robusto, que vestía el traje de Capitán y ceñía espadín al cinto, se abrió paso con esfuerzo entre la multitud y solo, sin que nadie se diera cuenta de lo que iba a hacer, penetró en la iglesia cuyos muros estaban ennegrecidos por el humo; subió impasible las grada del altar mayo; trepó con agilidad sobre la mesa del ara; alzo el brazo derecho y con fuerte mano tomo la custodia del Divinisímo, rodeada en esos instantes de un nuevo resplandor el resplandor espantoso del incendio, y con la misma rapidez que había penetrado al templo y subido al altar, bajó y salió a la calle, sudoroso, casi ahogado, aunque lleno de piadoso orgullo, empuñando con su diestra la hermosa custodia, a cuyo pies cayó de rodillas, muda y llena de unción, la multitud atónita...
Pasó el tiempo. De aquel incendio que destruyó la vieja iglesia de San Agustín en menos de dos horas, pero cuyo fuego duró tres días, sólo se conservó el recuerdo en las mentes asustadas de los que tuvieron la desgracia de presenciarlo. Sin embargo, al reedificarse una de las casas de la acera que ve al norte, de la calle que entonces se llamaba de los Donceles, situada entre las que llevaban los nombre de Monte alegre y Plaza de Loreto los buenos vecinos de la muy noble ciudad de México, contemplaron sobre la cornisa de la casa nueva un nicho, no la escultura de algún santo como era entonces costumbre colocar, sino un brazo de piedra en alto relieve, cuya mano empuñaba una custodia también de piedra...
La casa aquella, que con ligeras modificaciones se conserva aún en pie en nuestros tiempos, fue del Capitán D. Juan de Chavarría, uno de los más ricos y más piadosos vecinos de la ciudad de México, que había salvado a la custodia del Divinisimo en la lúgubre noche del 11 de diciembre de 1976. ¿Quién le concedió la gracia de ostentar aquel emblema de su cristiandad en el nicho de la parte superior de su casa? ¿Fue el Rey a cuyos oídos llegó el suceso, el Virrey-Arzobispo que lo presenció, o él tuvo tal idea como satisfecho de haber cumplido un acto edificante? Ningún manuscrito ni libro impreso lo dice. La antigua tradición sólo refiere el episodio del incendio, y lo que sí consta de todo punto es, que la casa número 4 de Chavarría, ahora 2ª del Maestro Justo Sierra, fue en la que habitó durante el siglo XVII aquel varón acaudalado y piadoso.
Pocas noticias biográficas tenemos acerca del Capitán D. Juan de Chavarría. Nació en México y se le bautizó en el Sagrario el 4 de junio de 1618. Se casó con doña Luisa de Vivero y Peredo, hija de D. Luis de Vivero, 2ª Conde del Valle de Orizaba, y de doña Graciana Peredo y Acuña, de cuyo matrimonio tuvo Chavarría tres hijos.
Fue hombre muy religioso y gran limosnero. A sus cuidados se reedificó la iglesia de San Lorenzo, de la cual fue patrón, y en la tarde del 26 de diciembre de 1652 en ella se le dio el hábito de Santiago, ante lucida concurrencia y con asistencia del virrey. Don Juan de Chavarría murió en México y en su mencionada casa el 29 de noviembre de 1682, llegando una fortuna de unos 500,000 pesos, y como a patrono que era de San Lorenzo, sobre su sepulcro se le erigió una estatua de piedra, que lo representaba hincado de rodillas sobre un cojín y en actitud devota.
Hoy ya no existe el monumento sepulcral levantando a su memoria. Su buena fama di nombre a una calle, y el símbolo de su piedad se conserva en el antiguo nicho de la vieja casa de su morada.

Thursday, March 27, 2008

"COMO AHORCARON A UN DIFUNTO"



El domingo 7 de marzo de 1649, los vecinos de la ciudad de México que transitaban por las calles del Reloj y delante de las Casas Arzobispales, situadas entonces en la que es hoy 1ª calle de la Moneda esquina sureste con la del Licenciado Verdad, como a las once horas de la mañana, presenciaban admirados un espectáculo muy frecuente en aquella época, pero raro por sus circunstancias especiales del que vamos a recordar.
Caballero en una mula de albarda, con un indio en las ancas de la mula que lo sostenía para que no cayese, iba el cadáver de un portugués; y al son de trompeta y voz de pregonero, se hacía público el delito que había cometido en vida.
-"Sepan los habitantes y estantes de esta ciudad de México - gritaba el pregonero - cómo hoy a las siete horas de la mañana, mientras oían misa los presos de la Carcel de Corte, este hombre, que había quedado en la enfermería a excusas de que estaba malo, y que se hallaba allí preso por haber asesinado a un alguacil del pueblo de Iztapalapan, en el ínterin que los dichos presos oían la dicha misa, se bajó a las secretas y se ahorcó sin que nadie lo viese ni lo sospechase."
Aquí el pregonero tomó aliento, y con la misma voz que antes, continuó:
- "Acabada la misa y buscándolo los carceleros, lo encontraron como se ha dicho; dióse cuenta a los alcaldes de Corte, y hecha averiguación de que ninguna persona lo había ayudado ni aconsejado a consumar en sí mismo tan temerario delito, se pidió licencia al Arzobispado para ejecutar en él la pena capital a que había sido condenado por el homicidio del alguacil de Iztapalapan, pues sin esa licencia no se le podía ejecutar, por ser hoy día del Santo Doctor Tomás de Aquino y domingo además; y vistos los autos, concedió el permiso la autoridad eclesiástica; y la Justicia ordena que hoy sea ahorcado el difunto en la Plaza Mayor de esta ciudad, para que sirva de escarmiento y de ejemplo."
Poco a poco el número de los vecinos curiosos que seguían al cadáver, creció mucho por la extrañeza del suceso, pues sabían ellos y habían visto a menudo que, cuando la Santa Inquisición relajaba a los reos, eran quemados en efigie si estaban ausentes, o sus huesos desenterrados si habían muerto; pero que la justicia del orden común lo hiciera en un difunto, no era cosa que se repitiese con frecuencia.
Después del paseo por las calles, la comitiva y el portugués - digo, su cuerpo inanimado -, hizo alto en la Plaza Mayor, y al difunto lo ahorcaron frente al Real Palacio, en el sitio en que se elevaba la picota pública; ajustándose a las propias ceremonias con que se ahorcaba a los vivos, excepción hecha de no llevarle al Cristo Crucificado, llamado Señor de la Misericordia, que siempre acompañaba en las ejecuciones a los reos que no fueran suicidas o impenitentes como lo había sido el pobre portugués.
Dejaron colgado el cadáver muchas horas; y como desde en la mañana de aquel día se levantó un aire tempestuoso, y mucho polvo, que arrancaba los tejados, levantaba los mantos y las faldas de las mujeres, las capas de los hombres; que arrebataba sombreros, ropas tendidas en las azoteas; que cerraba y abría las puertas de ventanas, balcones y zaguanes; que hacía volar las sombras de petates de los puestos de la plaza; que silbaba a veces iracundo y a veces quejumbroso; que, en fin, era tan fuerte que había instantes en que se tocaban solas y lúgubremente las campanas de las torres de los templos y de los monasterios; todos los vecinos espantados atribuyeron el huracán que soplaba y el polvo que se remolinaba en las calles y plazuelas, al crimen perpetrado por el portugués en el alguacil de Iztapalapan y en su propia persona.
Y como era domingo, los muchachos de la ciudad se alteraron en sus juegos; y oyendo las consejas que se contaban en sus casas, dieron y tomaron en que era el mismo demonio el portugués suicida; y con tan demoniaca idea, fuéronse gritando y pregonándola por las calles hasta llegar a la Plaza Mayor: y aquí le hacían cruces al cadaver del ahorcado, diciendo que era el diablo y que por él rugía el viento y rabiaba el polvo en furiosos remolinos.
No contentos los muchachos con ponerle cruces con los dedos y apellidarle como queda dicho, le estuvieron apedreando por gran rato, hasta que bajaron los ministros de la Justicia el cuerpo de aquel desgraciado portugués - tan bárbaramente escarnecido - y lo condujeron a la albarrada de San Lázaro, donde lo arrojaron en las aguas pestilentes de los lagos.
El cronista don Gregorio Martín de Guijo, quien es el autor del relato que hemos hecho, lo cierra con estas cristianas palabras:
"Dios nos dé muerte con que lo conozcamos."

"LOS POLVOS DEL VIRREY"


Allá en el siglo XVII, como ahora, muchos no podían salir de perico-perros.En la Secretaria de Cámara del Virreinato de Nueva españa, había un oficial escribiente, de aquellos que se momifican en su empleo y que a su muerte no sirven ni de pasto a los gusanos.El sueldo apenas le era suficiente para vivir en una casa de vecindad, mantener a una esposa, obesa por hidrópica, y a una docena de escuálidos nenes, seis del sexo bello y los otros del masculino; pero todos extenuados por los ayunos.Sentado en un gigantesco banco de tres pies, inclinado sobre la papelera despintada de la oficina, garabateando pliego tras pliego de minutas, nuestro hombre, a quien llamaremos D. Bonifacio Tirado de la Calle, pasaba las mañanas, las tardes, ya un los días enteros, de mal humor, aburrido, esperando con ansia la hora de comer y en especial la noche en la que, con su cara mitad, se consagraba al cultivo de jardines en el aire, tarea tan improductiva como inocente.No había sorteo de la Real Lotería en que no jugara con afán, ¡y con qué ahinco desdoblaba el billete para ver si su número aparecía en la lista, que con toda puntualidad publicaba la Gaceta de D. Manuel Valdés!Pero nada, la suerte siempre le era esquiva, y por centenar más y por unidad menos, el premio gordo caía en números de otros más afortunados que el buen D. Bonifacio.Desesperado de esta situación, resmas de memoriales había escrito pidiendo un ascenso en las vacantes, y calvo se había quedado de arrancarse los cabellos en sus horas cotidianas de tribulación.Cierto día en que el destino parece que se empeñaba en nortificarle más, pues su mujer, su único consuelo, y sus hijos, sus futuras esperanzas, se habian disgustado con él porque no los había llevado a la feria de San Agustín de las Cuevas, D. Bonifacio, al entrar en la oficina, gruñó sólo un saludo a sus colegas, se sentó en el tripié, se reclinó sobre el apolillado escritorio, la cabeza entre las manos y la mirada fija en las vigas del cedro secular, que sostenía la techumbre de la sala del Real Palacio en que se hallaba.De repente el banco de tres pies rechinó por un movimiento brusco de D. Bonifacio, los ojos del buen calvo brillaron iluminados por la musa que inspira las risueñas esperanzas; tomo la de ave, y en papel sellado para el Bienio corriente, deslizó la pluma por espacio de veinte minutos, hasta que el ruido especial que produce ésta cuando se firma, indicó qu había terminado. En efecto, puso rúbrica, echó arenilla, escribió la dirección, y después de tomar su sombrero, su bastón y de dirigir un amabilisimo "¡buenas tardes, señores!" risueño y como unas pascuas encaminó sus pasos hacia la sala en que se encontraba el Secretario de Su Excelencia.¿Qué había escrito? Un nuevo memorial al Excelentísimo Señor Virrey, Capitán Genreal y Presidente de la Real Audiencia de Nueva España.Y una tarde, D. Bonifacio Tirado de la Calle encontrábase en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros, precisamente frente al lugar donde se colocaba desde aquellos remotos tiempos, el cartel del Coliseo.Se conocía que esperaba algo con ansiedad, pues su vista no se desviaba un ápice del Real Palacio.Transcurrieron breves instantes. Los pífanos de la guardia de alabarderos anunciaron que el Excelentísimo Señor Virrey salía a pasear.Nuestro D. Bonifacio se estremeció. Un sudor frío recorrio todo su cuerpo; sintió como un hueco en el estómago y su corazón latía como si dentro le repicaran; pero espero con ansia aunque resignado.Ya se acercaba el Virrey seguido de lujoso acompañamiento. D. Bonifacio sentíase aturdido. Como relámpagos cruzaron por su mente los desengaños de otros días, y una próxima esperanza le hacía ver color de rosa el lejano horizonte en que se destacaban el Real Palacio y la comitiva que ya iba a desfilar delante de su persona.El Virrey, montado en magnífico caballo prieto, al llegar a la esquina del Portal, estiró las bridas del noble bruto, que arrojando blanca espuma por entre el freno que tascaba, se detuvo, respiró con fuerza y levantó las orejas de su primorosa cabecita, al encontrar sus ojos negros la pálida figura de C. Bonifacio.El Virrey, com amable sonrisa, saludó a nuestro hombre, sacó con pausa del bolsillo una rica caja de rapé, de oro, con preciosas incrustaciones y ofreciéndosela, preguntó:- Tirado de la Calle, ¿gusta vuesa señoría?- Gracias, Excelentisimo Señor: que me place - Contestó el interrogado, acercándose hasta el estribo y aceptando con actitud digna, como de quien recibe una distinción que merece.Despidióse el Virrey con galantes cumplidos que fueron debidamente correspondidos: y esta misma escena se repitió durante muchas tardes, en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros.La fortuna de nuestro hombre cambió desde entonces. Por toda la ciudad circuló la voz de que D. Bonifacio Tirado de la CAlle gozaba de gran influencia con el Virrey, y que éste tenía la única, la excepcional deferencia de ofrecerle tarde con tarde un polvo en plena esquina del Portal de Mercaderes y la calle de Plateros.Muchos acudieron a la casa de D. Bonifacio en busca de recomendaciones, y muchos también le colmaron de obsequios.D. Bonifacio Tirado de la Calle representaba su papel a las mil maravillas.Se hacía a veces el hipocriton, diciendo que no valían nada sus recomendaciones, y otras se daba más humos que el portero de Su Excelencia.Empero los regalos menudeaban, la fama vocinglera daba más fuertes trompetazos cada día, y uno de ellos llegó a oídos del Virrey quien llamó a nuestro hombre y le dijo:- He comprendido todo. Merece vuesa merced un premio por su ingenio.Inútil nos parece reproducir el contenido del Memorial de D. Bonifacio; el lector lo habrá adivinado; y sólo añadiremos que el Virrey afirmaba que hubiera sido un mezquino el que no accediera a esa solicitud; detenerse en la esquina, ofrecer un polvo y marcharse.Cuentan que D. Bonifacio Tirado de la Calle aseguró el porvernir de su familia.Y ya se ve que lo aseguró, pues agregan las citadas crónicas callejeras que labró una fortuna con los polvos del Virrey.

"LA CALLE DE LA MUJER HERRADA"



Por los años de 1670 a 1680, vivía en esta ciudad de México y en la casa número 3 de la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo, ahora número 100, calle atravesada entonces de Oriente a Poniente por una acequía, vivía, digo, un clérigo eclesiástico; mas no honesta y honradamente como dios manda, sino en incontinencia con una mala mujer y como si fuera legítima esposa.
No muy lejos de allí pero tampoco no muy cerca, en la calle de las Rejas de Balbanera, bajos de la ex-Universidad, había una casa que hoy está reedificada, la cual antiguamente se llamó Casa del Pujavante, porque tenía sobre la puerta "esculpido en la cantería un pujavante y tenazas cruzadas", que decían ser "memoria" del siguiente sobrenatural caso histórico que el incredulo lector quizá tendrá sin duda por conseja popular.
En esta casa habitaba y tenía su banco un antiguo herrador, grande amigo del clérigo amancebado, item más, compadre suyo, quien estaba al tanto de aquella mala vida, y como frecuentaba la casa y tenía con él mucha confianza, repetidas ocasiones exhortó a su compadre y le dio consejos sanos para que abandonase la senda torcida a que le había conducido su ceguedad.
Vanos fueron los consejos, estériles las exhortaciones del "buen herrador" para con su "errado compadre" que cuando el demonio tórnase en travieso Amor, la amistad es impotente para vencer tan satánico enemigo.
Cierta noche en que el buen herrador estaba ya dormido, oyó llamar a la puerta del taller con grandes y descomunales golpes, que le hicieron despertar y levantarse más que de prisa.
Salió a ver quién erá, perezoso por lo avanzado de la hora; pero a la vez alarmado por temor de que fuesen ladrones, y se halló con que los que llamaban eran dos negros que conducían una mula y un recado de su compadre el clérigo, suplicándole le herrase inmediatamente la bestia, pues muy temprano tenía que ir al Santuario de la Virgen de Guadalupe.
Reconoció en efecto la cabalgadura que solía usar su compadre, y aunque de mal talante por la incomodidad de la hora, aprestó los chismes del oficio, y clavó cuatro sendas herraduras en las cuatro patas del animal.
Concluida la tarea, los negros se llevaron la mula, pero dándole tan crueles y repetidos golpes, que el cristiano herrador les reprendió agriamente su poco caritativo proceder.
Muy de mañana, al día siguiente, se presentó el herrador en casa de su compadre para informarse del por qué iría tan temprano a Guadalupe, como le habían informado los negros, y halló al clérigo aún recogido en la cama al lado de su manceba.
- Lucidos estamos, señor compadre - le dijo -; despertarme tan de noche para herrar una mula, y todavía tiene vuestra merced tirantes las piernas debajo de las sábanas, ¿qué sucede con el viaje?
- Ni he mandado herrar mi mula, ni pienso hacer viaje alguno - replicó el aludido.
Claras y prontas explicaciones mediaron entre los dos amigos, y al fin de cuentas convinieron en que algún travieso había querido correr aquel chasco al bueno del herrador, y para celebrar toda la chanza, el clérigo comenzo a despertar a la mujer con quien vivía.
Una y dos veces la llamó por su nombre, y la mujer no respondió, una y dos veces movío su cuerpo, y estaba rígido. No se notaba en ella respiración, había muerto.
Los dos compadres se contemplaron mudos de espanto; pero su asombro fue inmenso cuando vieron horrorizados, que en cada una de las manos y en cada uno de los pies de aquella desgraciada, se hallaban las mismas herraduras con los mismos clavos, que había puesto a la mula el buen herrador.
Ambos se convencieron, repuestos de su asombro, que todo aquello era efecto de la Divina Justicia, y que los negros, habían sido los demonios salidos del infierno.
Inmediatamente avisaron al cura de la Parroquia de Santa Catarina, Dr. D. Francisco Antonio Ortiz, y al volver con él a la casa, hallaron en ella la R. P. Don José Vidal y a un religioso carmelita, que también habían sido llamados, y mirando con atención a la difunta vieron que tenía un freno en la boca y las señales de los golpes que le dieron los demonios cuando la llevaron a herrar con aspecto de mula.
Ante caso tan estupendo y por acuerdo de los tres respetables testigos, se resolvió hacer un hoyo en la misma casa para enterrar a la mujer, y una vez ejecutada la inhumación, guardar el más profundo secreto entre los presentes.
Cuentan las crónicas que ese mismo día, temblando de miedo y protestando cambiar de vida, salió de la casa número 3 de la calle de la puerta Falsa de Santo Domingo, el clérigo protagonista de esta verídica historia, sin que nadie después volviera a tener noticia de su paradero. Que el cura de Santa Catarina, "andaba movido a entrar en religión, y con este caso, acabó de resoverse y entró a la Compañia de Jesús, donde vivió hasta la edad de 84 años, y fue muy estimado por sus virtudes, y refería este caso con asombro". Que el P. Don José Vidal murió en 1702, en el Colegio de San Pedro y San Pablo de Mexico, a la edad de 72 años, después de asombrar con su ejemplar vida, y de haber introducido el culto de la Virgen, bajo la advocación de los Dolores, en todo el reino de la Nueva España.
Solo callan las viejas crónicas el fin del R.P. carmelita, testigo ocular del suceso, y del bueno del herrador, que dios tenga en su santa Gloria.

"LAS CALLES DEL INDIO TRISTE"


Las calles que llevaron los nombres de 1ª y 2ª del Indio Triste (ahora 1ª y 2ª del Correo Mayor y 1ª del Carmen), recuerdan una antigua tradición que un viejo vecino de dichas calles refería con todos sus puntos y comas, y aseguraba y protestaba "ser cierta y verdadera", pues a él se la había contado su buen padre, y a éste sus abuelos, de quienes se había ido transmitiendo de generación en generación, hasta el año de 1840, en que la puso en letras de molde el Conde de la Cortina.
Contaba aquel buen vecino que, a raíz de la conquista, el gobierno español se propuso proteger a los indios nobles, supervivientes de la vieja estirpe azteca; unos habían caído prisioneros en la guerra, y otros que voluntariamente se presentaron, con el objeto de servir a los castellanos alegando que habian sido víctimas de la dura tiranía en que los tuviera durante mucho tiempo el llamado Emperador Moctecuhzoma II o Xocoyotzin.
Pero hay que advertir que esta protección dispensada a esos indios nobles, no era la protección abnegada que les habían prodigado los santos misioneros, sino el interés de los primeros gobernadores, de las primeras Audiencias y de los primeros virreyes de la Nueva España, que utilizaban a esos indios como espías para que, en el caso de que los naturales intentasen levantarse en contra de los españoles, inmediatamente éstos lo supiesen y sofocaran el fuego de la conjura y así evitar cualquier levantamiento.
Cuenta pues la tradición citada, que en una de las casas de la calle que hoy se nombra 1a del Carmen, quizá la que hace esquina con la calle de Guatemala, antes de santa Teresa, vivía allá a mediados del siglo XVI uno de aquellos indios nobles que, a cambio de su espionaje y servilismo, recibía los favores de sus nuevos amos; y este indio a que alude la tradición, era muy privado del virrey que entonces gobernaba la Colonia.
El tal indio poseía casas suntuosas en la ciudad, sementeras en los campos, ganados y aves de corral. Tenía joyas que había heredado de sus antecesores; discos de oro, que semejaban soles o lunas, anillos, brazaletes, collares de verdes chalchihuites; bezotes de negra obsidiana; capas y fajas de finísimo algodón o de riquisimas plumas; cacles de cuero admirablemente adobado o de pita tejida con exquisito gusto; esteras o petates de finas palmas, teñidas con diversos colores; cómodos icpallis o sillones, forrados con pieles de tigres, leopardos o venados. En una palabra, poseía aquel indio todo lo que constituía para él y los suyos un tesoro de riquezas y obras de arte.
El indio, aunque había recibido las aguas bautismales y se confesaba, comulgaba, oía misa y sermones con toda devoción y acatamiento, commo todos los de su raza era socarrón y taimado, y en el interior de su casa, en el aposento más apartado, tenía un santocalli privado, a modo de oratorio particular, con imágenes cristianas, para rendir culto a muchos idolillos de oro y piedra que eran efigies de los dioses que más veneraba en su gentilidad.
Y así como practicaba piadosos cultos cristianos a fin de engañar con sus fingimientos a los benditos frailes, así también engañaba llevando la vida disipada de un príncipe destronado, sumido sin tasa en la molicie de los placeres carnales que le prodigaban sus muchas mancebas, o entregado a los vicios de la gula y de la embriaguez, hartándose de manjares picantes e indigestos y ahogándose con sendas jícaras y jarros de pulque fermentado con yerbas olorosas y estimulantes o con frutas dulces y sabrosas.
El indio aquel acabó por embrutecerse. Volvióse supersticioso, en tal extremo, que vivía atormentado por el temor de las iras de sus dioses y por el miedo que le inspiraba el diablo, que veía pintado en los retablos de las iglesias, a los pies del Príncipe de los Arcángeles.

"LA CALLE DE DON JUAN MANUEL"




Hace muchos años - cuenta la tradición - que vivía en esta Calle un hombre muy rico, cuya casa quedaba precisamente detrás del Convento de San Bernardo. Este hombre se llamaba Don Juan Manuel y se hallaba casado con una mujer tan virtuosa como bella. Pero aquel hombre, en medio de sus riquezas y al lado de una esposa que poseía prendas tan raras, no se sentía feliz a causa de no haber tenido sucesión.
La tristeza lo consumía, el fastidio lo exasperaba y para hallar algún consuelo, resolvió consagrarse a las prácticas religiosas, pero tanto, que no conforme con asistir casi todo el día a las iglesias, intentó separarse de su esposa y entrar fraile a San Francisco. Con este objeto, envió por un sobrino que residía en España, para que administrase sus negocios. Llegó a poco el pariente y pronto también concibió D. Juan Manuel celos terribles, tan terribles que una noche invocó al diablo y le prometió entregarle su alma, si le proporcionaba el medio de descubrir al que creía lo estaba deshonrando. El diablo acudió solícito, y le ordenó que saliera de su casa a las once de esa misma noche y matara al primero que encontrase. Así lo hizo D. Juan, y al día siguiente, cuando creyendo estar vengado, se encontraba satisfecho, el demonio se le volvió a presentar y le dijo que aquel individuo que había asesinado era inocente pero que siguiera saliendo todas las noches y continuara matando hasta que él se le apareciera junto al cadáver del culpable.
D. Juan obedeció sin replicar. Noche con noche salía de su casa: bajaba las escaleras, atravesaba el patio, abría el postigo del zaguán, se recargaba en el muro, y envuelto en su ancha capa, esperaba tranquilo a la víctima. Entonces no había alumbrado y en medio de la obscuridad y del silencio de la noche, se oían lejanos pasos, cada vez más perceptibles: después aparecía el bulto de un transeúnte, a quien, acercándose D. Juan, le preguntaba:
- Perdone usarcé, ¿qué horas son? - Las once. - ¡Dichoso usarcé, que sabe la hora en que muere!
Brillaba el puñal en las tinieblas, se escuchaba un grito sofocado, el golpe de un cuerpo que caía, y el asesino, mudo, impasible, volvía a abrir el postigo, atravesando de nuevo el patio de la casa, subía las escaleras y se recogía en su habitación.
La ciudad amanecía consternada. Todas las mañanas, en dicha calle, recogía la ronda un cadáver, y nadie podía explicarse el misterio de aquellos asesinatos tan espantosos como frecuentes.
En uno de tantos días muy temprano, condujo la ronda un cadáver a la casa de D. Juan Manuel, y éste contempló y reconoció a su sobrino, la que tanto quería y al que debía la conservación de su fortuna.
D. Juan al verlo, trató de disimular; pero un terrible remordimiento conmovio todo su ser, y pálido, tembloroso, arrepentido, fue al convernto de San Francisco, entró a la celda de un sabio y santo religioso, y arrojándose a sus pies, y abrazándose a sus rodillas, le confesó uno a uno todos sus pecados, todos sus crímenes, engendrados por el espíritu de Lucifer, a quien había prometido entregar su ánima.
El reverendo lo escuchó con la tranquilidad del juez y con la serenidad del justo, y luego que hubo concluido D. Juan, le mandó por penitencia que durante tres noches consecutivas fuera a las once en punto a rezar un rosario al pie de la horca, en descargo de sus faltas y para poder absolverlo de sus culpas.
Intentó cumplir D. Juan; pero no había aún recorrido las cuentas todas de su rosario, la primera noche, cuando percibió una voz sepulcral que imploraba en tono dolorido:
- ¡Un Padre Nuestro y un Ave María por el alma de D. Juan Manuel!
Quedóse múdo, se repuso enseguida, fue a su casa, y sin cerrar un minuto los ojos, esperó el alba para ir a comunicar al confesor lo que había escuchado.
- Vuelva esta misma noche - le dijo el religioso - considere que esto ha sido dispuesto por el que todo lo sabe para salvar su ánima y refexione que el miedo se lo ha inspirado el demonio como un ardid para apartarlo del buen camino, y haga la señal de la cruz cuando sienta espanto.
Humilde, sumiso y obediente, D. Juan estuvo a las once en punto en la horca; pero aún no había comenzado a rezar, cuando vió un cortejo de fantasmas, que con cirios encendidos conducían su propio cadaver en una ataúd.
Más muerto que vivo, tembloroso y desencajado, se presentó al otro día en el convento de San Francisco.
- ¡Padre - le dijo - por Dios, por su santa y bendita madre, antes de morirme concédame la absolución!
El religioso se hallaba conmovido, y juzgando que hasta sería falta de caridad el retardar más el perdón, le absovió al fin, exigiendole por última vez, que esa misma noche fuera a rezar el rosario que le faltaba.
Que fue del penitente, lo dice la leyenda. ¿Que paso allí? Nadie lo sabe, y sólo agrega la tradición que al amanecer se encontraba colgado de la horca pública un cadáver erá del muy rico Sr. D. Juan Manuel de Solórzano, privado que había sido del Marqués de Cadereita.
El pueblo dijo desde entonces que a D. Juan Manuel lo habían colgado los ángeles, y la tradición lo repite y lo seguirá repitiendo por los siglos de los siglos. Amén.

"LA MULATA DE CORDOBA"



La mulata de Córdoba Cuenta la tradición, que hace mas de dos siglos y en la poética ciudad de Cordoba, vivió una célebre mujer, una joven que nunca envejecía a pesar de sus años. Nadie sabía hija de quién era, pero todos la llamaban la Mulata.
En el sentir de la mayoría, la Mulata era una bruja, una hechicera que había hecho pacto con el diablo, quien la visitaba todas las noches, pues muchos vecinos aseguraban que al pasar a las doce por su casa habían visto que por las rendijas de las ventanas y de las puertas salía una luz siniestra, como si por dentro un poderoso incendio devorara aquella habitación.
Otros decían que la habían visto volar por los tejados en forma de mujer; pero despidiendo por sus negros ojos miradas satánicas y sonriendo diabólicamente con sus labios rojos y sus dientes blanquísimos.
De ella se referían prodigios.
Cuando apareció en la ciudad, los jóvenes, prendados de su hermosura, disputabanse la conquista de su corazón.
Pero a nadie correspondía, a todos desdeñaba, y de ahí nació la creencia de que el único dueño de sus encantos, era el señor de las tinieblas.
Empero, aquella mujer siempre joven, frecuentaba los sacramentos, asistía a misa, hacía caridades, y todo aquel que imploraba su auxilio la tenía a su lado, en el umbral de la choza del pobre, lo mismo que junto al lecho del moribundo.
Se decía que en todas partes estaba, en distintos puntos y a la misma hora; y llegó a saberse que un día se la vio a un tiempo en Córdoba y en México; "tenía el don de ubicuidad" - dice un escritor - y lo más común era encontrarla en una caverna. "Pero éste - añade - la visitó en una accesoria; aquél la vio en una de esas casucas horrorosas que tan mala fama tienen en los barrios más inmundos de las ciudades, y otro la conoció en un modesto cuarto de vecindad, sencillamente vestida, con aire vulgar, maneras desembarazadas, y sin revelar el mágico poder de que estaba dotada."
La hechizera servía también como abogada de imposibles. Las muchachas sin novio, las jamonas pasaditas, que iban perdiendo la esperanza de hallar marido, los empleados cesantes, las damas que ambicionaban competir en túnicas y joyas con la Virreina, los militares retirados, los médicos jóvenes sin fortuna, todos acudían a ella, todos invocaban en sus cuitas, y a todos los dejaba contentos, hartos y satisfechos.
Por eso todavía hoy, cuando se solicita de alguien una cosa dificil, casi irrealizable, es costunbre exclamar: -¡No soy la Mulata de Cordoba!
La fama de aquella mujer era grande, inmensa. Por todas partes se hablaba de ella y en diferentes lugares de Nueva España su nombre era repetido de boca en boca.
"Era en suma -dice el mismo escritor- una Circe, una Medea, una Pitonisa, una Sibila, una bruja, un ser extraordinario a quien nada había oculto, a quien todo obedecía y cuyo poder alcanzaba hasta trastornar las leyes de la naturaleza... Era, en fin, una mujer a quien hubiera colocado la antigüedad entre sus diosas, o a lo menos entre sus más veneradas sacerdotisas; era un medium, y de los más privilegiados, de los más favorecidos que disfrutó la escuela espirita de aquella época!...¡Lástima grande que no viviera en la nuestra! ¡De qué portentos no fuéramos testigos! ¡Qué revelaciones no haría en su tiempo! ¡Cuántas evocaciones, cuántos espíritus no vendrían sumisos a su voz! ¡Cuántos incrédulos dejarían de serlo!"
¿Qué tiempo duró la fama de aquella mujer, verdadero prodigio de su época y admiración de los futuros siglos? Nadie lo sabe.
Lo que sí se asegura es que un día la ciudad de México supo que desde la villa de Córdoba había sido traída a las sombrías cárceles del Santo Oficio.
Noticia tan estupenda, escapada Dios sabe cómo de los impenetrables secretos de la Inquisición, fue causa de atención profunda en todas las clases de la sociedad, y entre los platicones de las tiendas del Parián se habló mucho de aquel suceso y hasta hubo un atrevido que sostuvo que la Mulata, no era hechicera, ni bruja, ni cosa parecida, y que el haber caído en garras del Santo Tribunal, lo debía a una inmensa fortuna, consistente en diez grandes barriles de barro, llenos de polvo de oro. Otro de los tertulianos aseguró que además de esto se hallaba de por medio un amante desairado, que ciego de despecho, denunción en Cordoba a la Mulata, porque ésta no había correspondido a sus amores.
Pasaron los años, las hablillas se olvidaron, hasta que otro día de nuevo supo la ciudad, con asombro, que en el próximo auto de fe que se preparaba, la hechicera, saldría con coroza y vela verde. Pero el asombro creció de punto cuando pasados algunos días se dijo que el pájaro había volado hasta Manila, burlando la vigilancia de sus carceleros...más bien dicho, saliéndose delante de uno de ellos.
¿Cómo había sucedio esto? ¿Qué poder tenía aquella mujer, para dejar así con un palmo de narices, a los muy respetables señores inquisidores?
Todos lo ignoraban. Las más extrañas y absurdas explicaciones circularon por la ciudad. hubo quién afirmaba, haciendo la señal de la cruz, que todo era obra del mismo diablo, que de incógnito se había introducido a las cárceles secretas para salvar a la Mulata. Quién recordaba aquello de que dádivas quebrantan... rejas; y hubo algún malicioso que dijese que todo lo vence el amor... y que los del Santo Oficio, como mortales eran también de carne y hueso.
He aquí la verdad de los hechos.
Una vez, el carcelero penetró en el inmundo calabozo de la hechicera, y quedóse verdaderamente maravillado al contemplar en una de las paredes, un navío dibujado con carbón por la Mulata, la cual le preguntó con tono irónico:
-¿Que le falta a ese navío? -Desgraciada mujer- contestó el interrogado, si quisieras salvar tu alma de las horribles penas del infierno, no estarías aquí, y ahorrarías al Santo Oficio el que te juzgase! ¡A este barco únicamente le falta que ande! ¡Es perfecto! - Pues si vuestra merced lo quiere, si en ello se empeña, andará, andará y muy lejos... - ¡Cómo! ¿A ver? - Así - dijo la Mulata.Y ligera saltó al navío, y éste, lento al principio, y después rápido y a toda vela, desaparecio con la hermosa mujer por uno de ls rincones del calabozo.
El carcelero, mudo, inmóvil, con los ojos salidos de sus órbitas, con el cabello de punta, y con la boca abierta, vio aquello sorprendido. ¿Y después? Hable un poeta:
Cuenta la tradición, que algunos años Después de estos sucesos, hubo un hombre, En la casa de locos detenido, Y que hablaba de un barco que una noche bajo el suelo de México cruzaba Llevando una mujer de altivo porte

"LA LLORONA"

Consumada la conquista y poco más o menos a mediados del siglo XVI, los vecinos de la ciudad de México que se recogian en sus casas a la hora de la queda, tocada por las campanas de la primera Catedral; a media noche y principalmente cuando había luna, despertaban espantados al oír en la calle, tristes y prolongadisimos gemidos, lanzados por una mujer a quien afligía, sin duda, honda pena moral o tremendo dolor físico.
Las primeras noches, los vecinos contentábanse con persignarse o santiguarse, que aquellos lúgubres gemidos eran, según ellas, de ánima del otro mundo; pero fueron tantos y repetidos y se prolongaron por tanto tiempo, que algunos osados y despreocupados, quisieron cerciorarse con sus propios ojos qué era aquello; y primero desde las puertas entornadas, de las ventanas o balcones, y enseguida atreviéndose a salir por las calles, lograron ver a la que, en el silencio de las obscuras noches o en aquellas en que la luz pálida y transparente de la luna caía como un manto vaporoso sobre las altas torres, los techos y tejados y las calles, lanzaba agudos y tristísimos gemidos.
Vestía la mujer traje blanquísimo, y blanco y espeso velo cubría su rostro. Con lentos y callados pasos recorría muchas calles de la ciudad dormida, cada noche distintas, aunque sin faltar una sola, a la Plaza Mayor, donde vuelto el velado rostro hacia el oriente, hincada de rodillas, daba el último angustioso y languidísimo lamento; puesta en pie, continuaba con el paso lento y pausado hacia el mismo rumbo, al llegar a orillas del salobre lago, que en ese tiempo penetraba dentro de algunos barrios, como una sombra se desvanecía.
"La hora avanzada de la noche, - dice el Dr. José María Marroquí- el silencio y la soledad de las calles y plazas, el traje, el aire, el pausado andar de aquella mujer misteriosa y, sobre todo, lo penetrante, agudo y prolongado de su gemido, que daba siempre cayendo en tierra de rodillas, formaba un conjunto que aterrorizaba a cuantos la veían y oían, y no pocos de los conquistadores valerosos y esforzados, que habían sido espanto de la misma muerte, quedaban en presencia de aquella mujer, mudos, pálidos y fríos, como de mármol. Los más animosos apenas se atrevían a seguirla a larga distancia, aprovechando la claridad de la luna, sin lograr otra cosa que verla desaparecer en llegando al lago, como si se sumergiera entre las aguas, y no pudiéndose averiguar más de ella, e ignorándose quién era, de dónde venía y a dónde iba, se le dio el nombre de La Llorona."
Tal es en pocas palabras la genuina tradición popular que durante más de tres centurias quedó grabada en la memoria de los habitantes de la ciudad de México y que ha ido borrándose a medida que la sencillez de nuestras costumbres y el candor de la mujer mexicana han ido perdiéndose.
Pero olvidada o casi desaparecida, la conseja de La Llorona es antiquísima y se generalizó en muchos lugares de nuestro país, transformada o asociándola a crímenes pasionales, y aquella vagadora y blanca sombra de mujer, parecía gozar del don de ubicuidad, pues recorría caminos, penetraba por las aldeas, pueblos y ciudades, se hundía en las aguas de los lagos, vadeaba ríos, subía a las cimas en donde se encontraban cruces, para llorar al pie de ellas o se desvanecía al entrar en las grutas o al acercarse a las tapias de un cementerio.
La tradición de La Llorona tiene sus raíces en la mitología de los antiguos mexicanos. Sahagún en su Historia (libro 1º, Cap. IV), habla de la diosa Cihuacoatl, la cual "aparecía muchas veces como una señora compuesta con unos atavíos como se usan en Palacio; decían también que de noche voceaba y bramaba en el aire... Los atavíos con que esta mujer aparecía eran blancos, y los cabellos los tocaba de manera, que tenía como unos cornezuelos cruzados sobre la frente". El mismo Sahagún (Lib. XI), refiere que entre muchos augurios o señales con que se anunció la Conquista de los españoles, el sexto pronóstico fue "que de noche se oyeran voces muchas veces como de una mujer que angustiada y con lloró decía: "¡Oh, hijos míos!, ¿dónde os llevaré para que no os acabeís de perder?".
La tradición es, por consiguiente, remotísima; persistía a la llegada de los castellanos conquistadores y tomada ya la ciudad azteca por ellos y muerta años depués doña Marina, o sea la Malinche, contaban que ésta era La Llorona, la cual venía a penar del otro mundo por haber traicionado a los indios de su raza, ayudando a los extranjeros para que los sojuzgasen.
"La Llorona - cuenta D. José María Roa Bárcena -, era a veces una joven enamorada, que había muerto en vísperas de casarse y traía al novio la corona de rosas blancas que no llegó a ceñírse; era otras veces la viuda que veía a llorar a sus tiernos huérfanos; ya la esposa muerta en ausencia del marido a quien venía a traer el ósculo de despedida que no pudo darle en su agonía; ya la desgraciada mujer, vilmente asesinada por el celoso cónyuge, que se aparecía para lamentar su fin desgraciado y protestar su inocencia."
Poco a poco, al través de los tiempos la vieja tradición de La Llorona ha ido, como decíamos, borrándose del recuerdo popular. Sólo queda memoria de ella en los fastos mitológicos de los aztecas, en las páginas de antiguas crónicas, en los pueblecillos lejanos, o en los labios de las viejas abuelitas, que intentan asustar a sus inocentes nietezuelos, diciéndoles: ¡Ahí viene La Llorona!
Pero La Llorona se va, porque los niños de hoy no se espantan con los fantasmas del pasado y se encaran muchas veces con las realidades del presente.

LEYENDA DE LA CAPILLA DEL CRISTO



Cuenta la leyenda que la Capilla del Cristo se erigió para honrar un milagro.
Dice la leyenda, que para los años 1750 más o menos, se había efectuado una carrera de caballos a lo largo de la calle Del Cristo.

Uno de los participantes no pudo detener su caballo y se cayó por el precipicio. Don Tomas Mateo Prats, que era el secretario de gobierno para aquel entonces, invocó al Santo Cristo de la Salud y que el joven que cayó por el precipicio se salvó.

Por agradecimiento al Santo Cristo de la Salud, Don Tomas Mateo Prats ordenó construir la Capilla.

La verdad, no es esa. Estudios recientes hechos por Don Adolfo de Hostos confirman que el joven que cayó por el acantilado, si murió.

Y que Don Tomas Mateo Prats ordenó erigir la Capilla para evitar tragedias futuras.

"LEYENDA TAINA DE GUANINA Y SOTOMAYOR"




Guanina era una india taina.

Hermana de Agüeybaná el Bravo, ósea el jefe de la tribu y de un grupo de bravos guerreros, el cacique supremo de toda la isla de Puerto Rico.

Guanina significa en el lenguaje taíno: "Resplandeciente como el oro".

Los conquistadores españoles se habían apoderado de la isla de Borinquén, que así se llamaba entonces la isla de Puerto Rico.

En aquel tiempo, un indio llamado Guarionex vivía enamorado de Guanina.

Guanina era la hermana del cacique supremo, ósea el jefe de todas las tribus de la isla.
Guarionex cada vez que veía a Guanina el corazón le latía a tal magnitud que parecía que se le quería salir del pecho.

Cada vez que el la veía le declaraba su amor.

Ella no le correspondía porque ella vivía enamorada de un conquistador español llamado Don Cristobal de Sotomayor, alcalde mayor y fundador de un poblado al que había bautizado con su propio apellido.

Guarionex lleno de odio mortal hacia Sotomayor, le gritaba: - ¡Don Cristobal, uno de los dos debe de morir! Tú no mereces vivir porque me robaste el amor de Guanina, y yo no quiero seguir viviendo si me falta su amor.

Los indios ya no podían soportar mas el trato cruel de los españoles.

Los indios taínos los habían recibido con amistad y habían celebrado la ceremonia del guatiao ( pacto de fraternidad que sellaban con el intercambio de nombres).

Por eso al cacique Agüeybaná también se le llamaba Don Cristobal.

Los españoles haciendo caso omiso al pacto, se repartieron a los indios como siervos. Los explotaban especialmente en los yacimientos de oro.

Ya desesperados los indios anhelaban volver a ser libres.

Una noche, celebraron un areito (reuniones para celebrar sus fiestas, recordar tradiciones, y tomar decisiones sobre todo cuando era necesario tomar una decisión sobre una guerra).

Esa noche Agüeybaná y los taínos decidieron que los españoles tenían que morir para ellos poder ser libres otra vez.

Guarionex quiso el poblado de su enemigo mayor, que era Don Cristobal de Sotomayor. Güarionex no pudo matar a Don Cristobal de Sotomayor porque en ese momento Sotomayor estaba llegando al bohío de Agüeybaná donde Guanina le advirtió que se salvara que los indios se habían revuelto en su contra.

Sotomayor se fue con sus soldados a La Villa de Caparra para ver al Gobernador. Agüeybaná le prestó a Sotomayor a unos Naborías para que lo ayudaran con la carga. Pero en secreto les dijo que cuando empezara el ataque, huyeran con la carga. Guanina no quiso dejar a Sotomayor huir solo y se fue con el.

Los indios tainos los persiguieron y el ataque empezó. Sotomayor peleaba ferozmente con su espada mientras los golpes de las macanas de los indios le iban abriendo profundas heridas.

En el momento de mayor peligro, Guanina se interpuso entre Sotomayor y los indios y recibió en su cuerpo la herida mortal que iba dirigida a su amado. En ese momento de distracción de Sotomayor, Agüeybaná aprovechó para traspasarlo con su flecha. Cayó Sotomayor en los brazos de su amada Guanina.

Agüeybaná mandó a que los enterraran juntos, pero que a Sotomayor le dejaron los pies fuera de la tumba para que no pudiera encontrar el camino a la tierra de los muertos.

Poco después los españoles rescataron los cuerpos y los enterraron, uno al lado del otro, al pie de un risco empinado y a la sombra de una enorme ceiba.

Desde entonces, los jíbaros dicen que cuando el viento agita de noche las ramas del árbol frondoso, se oye un murmullo, que no es el rumor de las hojas, y se ven dos luces muy blancas, que no son luces de luciérnagas o cucubano, sino los espíritus de Guanina y Sotomayor que flotan, danzan y se funden, cantando la dicha de estar unidos siempre.


Glosario:

bohío = casas o chozas donde vivían los indios.

Capara = primera residencia del conquistador, gobernador de Puerto Rico, Juan Ponce de León

cucubano = insecto volador que despide una luz azulada durante la noche

jíbaro = nombre conque se conoce a los campesinos puertorriqueños.

macana = arma defensiva de los indios, hecha de madera más dura de una especie de palma.

Naborias = indios que trabajaban como siervos para un señor, ya éste un cacique o colono español

Taínos = palabra indígena que significa "los buenos" y que da nombre a los indios de las Antillas Mayores.

guatiao = pacto de fraternización que sellaban con nombres

areito = reuniones que hacían los indios para celebrar sus fiestas, recordar tradiciones, tomar decisiones, o declarar guerras.

"LEYENDA DE LA GARITA DEL DIABLO"



Los habitantes de la isla de Puerto Rico, eran muy propensos a los ataques de piratas. Por tal razón tenían que pasarse la vida vigilando. La ciudad capital estaba rodeada (aún está) por castillos y murallas. Alrededor de las murallas habían, entre trecho y trecho, unas garitas o torresitas donde los soldados hacían su guardia día y noche. Por las noches se sentías las rondas de gritos que los centinelas gritaban para no dormirse.- ¡Centinela alerta! - le gritaba uno
Y el más cercano respondía:-¡Alerta está!
Entre todas las garitas, había una, la más distante y solitaria. Estaba sobre un acantilado profundo en el extremo de la bahía. En el silencio de la noche, el ruido del mar producía un rumor como si los malos espíritus estuvieran cuchicheando.Había un soldado al cual llamaban "Flor de Azahar".
El azahar era una flor muy blanca y como el soldado Sánchez tenía la piel blanca como el azahar, le llamaban así. Esa noche le tocó a Sánchez velar en esa garita.Como de costumbre, los gritos de contraseña de los soldados se escuchaban de trecho en trecho. Pero, al llegar al de el soldado Sánchez, nadie contestaba.
Solo se escuchaba el viento silbar y el mar con su rumor.El miedo se apodera de sus compañeros que pasaron la noche temblando, del solo pensar, que le hubiese pasado a su compañero.Al salir el sol, todos salieron corriendo hacia la garita a ver que había pasado en la garita, que se había quedado muda durante la noche.
Encontraron: el fusil, la cartuchera y el uniforme del soldado Sánchez.
El soldado Sánchez, había desaparecido sin dejar rastros.Los soldados, que eran supersticiosos, comenzaron a decir que un demonio lo había sorprendido y se lo había llevado por los aires.Desde ese día, a la garita del desaparecido Sánchez, se le conoce como
"La Garita del Diablo".Eso fue lo que creyeron los soldados y el resto de la isla.Pero la verdad.....esa se las contaré yo, ¿quieren saberla?. Pues aquí les va:Sánchez (Flor de Azahar) era un soldado andaluz y muy guapo, que pertenecía al Regimiento de Caballería y tocaba una guitarra muy bella.Diana, una mestiza, muy hermosa, vivía profundamente enamorada de Sánchez.
Y Sánchez de ella. Se conformaban con mirarse y hablarse con los ojos.
A Sánchez su ordenanza le prohibía acercarse a ella, y a ella, se lo prohibía su madre de crianza que era más estricta que un sargento.Flor de Azahar (Sánchez) se comunicaba con ella, a travez de su guitarra.En las noches la tocaba y cantaba. En el canto le comunicaba a Diana sus mensajes. Una noche le envió un mensaje, el cual solo ella podía comprender, que decía:"Mañana cuando anochezca, vete a buscar a tu amor, porque lejos de tus brazos, se le muere el corazón." La noche siguiente, Diana se levantó muy calladita y sigilosamente, salió de la casa para buscar a su amor. Cuando se encontraron, en la garita, se fundieron en besos y palabras de amor y decidieron huir lejos y vivir juntos para siempre.Diana le había llevado un traje civil. El dejó en la garita el fusil, la cartuchera y el uniforme y sin hacer el menor ruido huyeron hacia la sierra y los bosques de Luquillo.Allí, a escondidas del resto de la isla, construyeron su hogar y vivieron el resto de sus días.Dicen que aún, en la garita, en las noches se escucha el rasgueo de la guitarra y una risa disuelta en el viento. Queriendo ésto decir que Diana y Flor de Azahar se burlan de los que inventaron la leyenda de la Garita del Diablo.

Tuesday, March 25, 2008

"LEYENDA CHEROKEE"


Cuando un muchacho Cherokee tenia 14 años tenia que participar en la ceremonia del paso a ser hombre.

Su padre le vendaba los ojos y lo llevaba al bosque.
Lo sentaba en un tronco y le decia;

Hijo tendras que pasar toda la noche sentado en este tronco, no puedes sacarte la venda de los ojos hasta que sientas el calor del sol en tu piel.

Y lo dejaba al muchacho en el bosque, solo sentado en el tronco.


El no podia llorar, ni llamar por ayuda, tenia que estar callado y a pesar de sentir los ruidos de los animales toda la noche, no podia sacarse la venda de los ojos.

Era la unica manera de llegar a ser hombre.


Finalmente en la mañana cuando sentia el calor del sol sobre su piel, entonces se sacaba la venda de los ojos, y alli frente a el, sentado bajo un arbol estaba su padre.

El habia pasado toda la noche cuidando a su hijo.


Los cherokees mantenian el secreto, asi los niños no sabian que sus padres nunca los dejaban solos en el bosque.

Pero se hacian hombres, no por ser fuertes, ni por ser valientes.
Si no porque comprendian en ese instante, el significado de la lealtad y la familia.

Monday, March 17, 2008

VIRACOCHA


Según la tradición, la divinidad creadora de los incas, el dios solar Viracocha, vivía en las profundidades del Titicaca y les ordenó a sus hijos Manco Cápac y Mama Ocllo abandonar el lago e ir a fundar la dinastía inca

MACHU PICHU

De acuerdo a la tradición, después de establecer Cusco, los incas se expandieron por el valle de Urubamba, donde también fundaron la ciudadela sagrada de Machu Picchu